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La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.
Se tiró al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera con que se podía cruzar un río era nadando.
La pequeña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.
La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Lanzó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.
El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo. Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían, animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río se inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó por encima de las turbias aguas y se quedó temblando sobre la tierra inestable.
La pequeña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se le hizo un nudo cuando el temor cruzó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas al perder el equilibrio por efecto del horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó en pie, insegura, sin atreverse a dar un paso.
Al echar a andar hacia el cobertizo de cuero, un poco apartado del río, sintió un rumor sordo, que se convirtió en un estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró, sin comprender, la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en la brecha, que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión se resquebrajaba en sus convulsiones.
El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía debajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado sentido y seguridad a los escasos años de su vida.
—¡Madre! ¡Madreee! —gritó cuando empezó a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. No sabía si el grito que resonaba en sus oídos era el suyo en medio del rugido atronador de las rocas que se resquebrajaban. Se acercó gateando a la profunda grieta, pero la tierra se elevó y la derribó. Se aferró a la tierra, tratando de agarrarse a algo en aquel suelo oscilante y movedizo. Entonces la brecha se cerró, el rugido cesó y la tierra agitada se calmó. La que no se calmó fue la niña. Tendida boca abajo sobre la tierra floja y húmeda, dominada por el paroxismo que acababa de sacudirla, temblaba de miedo; tenía sobradas razones para estar asustada.
La niña se encontraba sola en medio de un desierto de estepas herbosas y florestas dispersas. Al norte, los glaciares cubrían el continente, empujando su frío por delante. Un número incalculable de animales herbívoros, y los carnívoros que de ellos se sustentaban, recorrían las vastas praderas, pero apenas había alguien. No tenía adónde ir ni nadie que pudiera ocuparse de ella. Estaba sola.
El suelo volvió a estremecerse asentándose, y la niña oyó una especie de sordo rugido en las profundidades, como si la tierra estuviera haciendo la digestión de una comida engullida sin masticar. Dio un salto, presa del pánico, aterrada ante la idea de que pudiera abrirse de nuevo. Miró hacia el lugar en donde había estado el cobertizo: lo único que allí quedaba era tierra descarnada y arbustos desarraigados. Deshecha en llanto, la niña corrió otra vez hacia el riachuelo y se dejó caer hecha un ovillo sollozante junto a la fangosa corriente.
Pero las húmedas orillas del riachuelo no brindaban refugio alguno contra el convulso planeta. Otra sacudida, esta vez más intensa, agitó el suelo. La niña se quedó mirando con asombro la salpicadura de agua fría sobre su cuerpecito desnudo. Nuevamente se apoderó de ella el pánico, haciéndola incorporarse. Tenía que apartarse de ese aterrador lugar de tierra sacudida, devoradora, pero ¿adónde podría dirigirse?
No había lugar en dónde pudieran brotar semillas sobre la playa rocosa, y tampoco había otro tipo de vegetación; pero las riberas río arriba estaban cubiertas de maleza que comenzaba a retoñar hojas nuevas. Un instinto profundo le decía que debería permanecer cerca del agua, pero las enmarañadas zarzas parecían impenetrables. A través de sus ojos empañados por el llanto que le enturbiaba la visión, miró hacia el otro lado, hacia la selva de altas coníferas.
Delgados haces de rayos de sol se filtraban por entre las ramas tupidas de densos árboles perennes que se apretujaban cerca del río. La selva umbrosa carecía casi por completo de maleza, pero muchos de aquellos árboles no se erguían ya. Unos cuántos habían caído sobre la tierra, otros más se inclinaban en ángulos estrambóticos, sostenidos por vecinos que todavía estaban firmemente anclados. Más allá del revoltijo de árboles, la selva boreal era oscura y no resultaba más atractiva que la maleza río arriba. No sabía hacia dónde ir; miró primero a un lado y después a otro, indecisa.
Un temblor bajo sus pies, mientras miraba río abajo, la puso en movimiento. Dirigiendo una última mirada anhelante hacia el paisaje vacío, con la esperanza infantil de que el cobertizo siguiera allí, echó a correr hacia los bosques.
Estimulada por algún que otro gruñido sordo mientras la tierra se asentaba, la niña siguió el curso de la corriente. En su prisa por alejarse, se detenía sólo para beber. Las coníferas que habían sucumbido a las sacudidas telúricas yacían postradas sobre el suelo; la niña evitaba los cráteres abiertos por el cepellón circular de raíces cortas que aún tenían tierra y grava pegadas a sus partes ocultas, ahora al descubierto.
Al atardecer, comenzó a advertir menos evidencias de perturbación, menos árboles arrancados y menos rocas desplazadas, y al agua estaba más clara. Se detuvo cuando ya no pudo ver por dónde andaba, y se dejó caer, agotada, sobre la tierra del bosque. El ejercicio le había ayudado a conservar el calor mientras estuvo en movimiento, pero comenzó a tiritar bajo los efectos del aire frío de la noche, se sumió en la espesa alfombra de agujas caídas de los árboles, se hizo un ovillo y se cubrió a puñados con ellas.
Pero, por cansada que estuviera, no logró conciliar el sueño la asustada criaturita. Mientras había estado ocupada en rodear obstáculos para seguir el curso del río, había conseguido apartar de su mente el temor que ahora la abrumaba. Estaba tendida, perfectamente inmóvil, con los ojos muy abiertos, observando cómo la oscuridad se espesaba y congelaba a su alrededor. Temía moverse, casi temía respirar.
Nunca anteriormente se había encontrado sola de noche; siempre había tenido cerca una hoguera para mantener a raya la oscuridad desconocida. Finalmente no pudo dominarse más y, con un sollozo convulsivo, desahogó su angustia. Su cuerpecito se sacudía al ritmo de sus sollozos y su hipo. Eso terminó por sosegarla y adormecerla. Un animalillo nocturno la olfateó con curiosidad amable sin que ella se diera cuenta.
¡Despertó gritando!
El planeta seguía inquieto y lejanos rugidos que resonaban en las profundidades la devolvieron a su horror en una espantosa pesadilla. Se puso en pie, quiso echar a correr, pero sus ojos no podían ver más estando abiertos que con los párpados cerrados. Al principio no pudo recordar dónde se encontraba. Su corazón palpitaba fuertemente: ¿por qué no podía ver? ¿Dónde estaban los amorosos brazos que siempre habían estado allí para reconfortarla cuando despertaba de noche? Poco a poco el recuerdo consciente de su terrible situación se fue abriendo paso en su mente y, tiritando de frío y de miedo, volvió a hacerse un ovillo y a sumirse en el suelo cubierto de agujas. Los primeros pálidos rayos del alba la encontraron dormida.
La luz del día llegó lentamente a la profundidad de la selva. Cuando despertó la niña, la mañana estaba ya muy avanzada, pero bajo aquella sombra espesa resultaba difícil advertirlo. Se había alejado del río la noche anterior cuando la luz empezó a menguar y un amago de pánico amenazó apoderarse de ella cuando miró en derredor y sólo vio árboles.
La sed le ayudó a reconocer el sonido de agua borboteante. Siguió el sonido y sintió un gran alivio al ver de nuevo el riachuelo. No estaba menos perdida junto al río que dentro de la selva, pero se sentía mejor al tener algo que seguir; podría calmar su sed mientras estuviera cerca de él. El día anterior había sentido la satisfacción de tener agua fresca, pero no le servía de mucho para aplacar su hambre.
Sabía que había raíces y vegetales que se podían comer, pero no sabía lo que era comestible. La primera hoja que probó era amarga y le lastimó la boca; la escupió y se enjuagó para quitar el mal sabor. Esa experiencia la hizo vacilar a la hora de probar otras. Bebió más agua, pues tenía la sensación pasajera de estar ahíta, y volvió a seguir la orilla río abajo. Los profundos bosques la aterrorizaban y se mantuvo cerca del río mientras brilló el sol. Al caer la noche, abrió un hoyo en las agujas que cubrían el suelo y se acurrucó nuevamente entre ellas para dormir.
Su segunda noche de soledad no fue mejor